Aparecen los
créditos en letras blancas sobre el habitual fondo negro. También aquí ha
oscurecido. La sensación final es la de un sabor extraño, como de nostalgia, como
si esa fuera mi historia: el anciano le sujetaba una mano y cuando terminó de contarle
un episodio de su niñez casi saltó sobre ella, cogió una almohada y ejerció
presión. La cámara muestra el movimiento violento de una pierna que parece
intentar defender la fragilidad de aquel cuerpo. Luego deja de moverse, él se
incorpora y contempla el cadáver bajo las frazadas. Finalmente enloquece.
En otras
ocasiones habría apagado el monitor tras extraer el cd y habría continuado mi rutina, pero ahora no es tan simple. Esta
vez ha sido más bien como ser sorprendido en plena fase de sueño profundo
por alguien que, imitando ese gesto,
hubiera cogido una almohada ejerciendo presión sobre mi cabeza. Entonces
seguramente mi cerebro ordenando a mi cuerpo una inmediata acción de defensa,
también fuera asfixiado por la frustración de la inmovilidad de mis
extremidades engañadas por la parálisis del sueño. Terrible.
Afuera es una
tarde normal pero he decidido alterar un poco la rutina. Para eso apago el
celular y me olvido del mundo. El plan es pasar una tarde de placeres relegados
por el peso de una tesis apenas comenzada. En el escritorio se apilan unos
cuantos libros que he deseado leer desde hace mucho, pero decido -buscando una
dosis extra de drama, supongo que para reemplazar las emociones propias o para
cambiar la perspectiva de la cotidianeidad- explorar el cajón de las películas. Una me llama especialmente la atención, entonces
me acomodo entre mi desorden y a
continuación, sin mucho esfuerzo, consigo
sumergirme en la trama buscando pistas, descubriendo signos, poniéndome
en la piel de los personajes. Cuando termina logro quedarme con una sensación
al final de la historia. Esta vez ha sido fuerte.
Tengo veintidós,
soy de esas personas extremadamente sensibles y ciclotímicas, no creo que
exista relación entre ambas condiciones, pero si me preguntan diría que prefiero
a Sísifo en lugar de Hércules. No voy a
salvar al mundo, probablemente tampoco cambie ninguna vida, de hecho sueño
constantemente habitar una cabaña en medio del bosque, lejos de las personas. Esa
absurda idea se traduce ahora en el encierro voluntario dentro de una
habitación alquilada para jóvenes estudiantes o para gente taciturna, aunque el
segundo requisito no estaba mencionado en el anuncio del alquiler, encajo
perfectamente con ambas descripciones.
No diré que la gente me molesta, a veces parece
resultar más bien al revés, creo
que soy una criatura perturbadora. El
otro día me sorprendí sosteniendo una mirada
muy fuerte a un amigo de mi hermana que acababan de presentarme y quien
charlaba animadamente conmigo, era un tipo alegre y simpático a primera
impresión, tal vez solo buscaba leer sus expresiones prestándole excesiva
atención a sus movimientos y parece que lo asusté un poco. Las personas evitan
enfrentarse a mis ojos y si lo hacen, generalmente tienden a bajar la mirada a
los pocos segundos. No soy horrible. Si a los ochenta años mi mujer perdiera el
movimiento de la mitad de su cuerpo, no haría lo mismo que el protagonista de esta
tarde. Cuidaría de ella y trataría de hacerle menos insoportable la existencia.
Me pregunto si dado el caso, ella estuviera dispuesta a hacer lo mismo o de lo contrario, se vería en la disyuntiva
de ayudarme a morir convirtiéndose en una asesina o se sacrificaría por mí
hasta el último momento. Ya no creeré en
las personas. A veces solo basta una sensación tan intensa como la de ahora
para darse cuenta que somos al mismo tiempo completamente vulnerables y
crueles.
Otra vez está a
punto de amanecer. Ese sabor de nostalgia sigue intacto y es agobiante.
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