lunes, 19 de agosto de 2013

AMOUR: cuento



Aparecen los créditos en letras blancas sobre el habitual fondo negro. También aquí ha oscurecido. La sensación final es la de un sabor extraño, como de nostalgia, como si esa fuera mi historia: el anciano le sujetaba una mano y cuando terminó de contarle un episodio de su niñez casi saltó sobre ella, cogió una almohada y ejerció presión. La cámara muestra el movimiento violento de una pierna que parece intentar defender la fragilidad de aquel cuerpo. Luego deja de moverse, él se incorpora y contempla el cadáver bajo las frazadas. Finalmente enloquece.   
En otras ocasiones habría apagado el monitor tras extraer el cd y habría continuado mi rutina, pero ahora no es tan simple. Esta vez ha sido más bien como ser sorprendido en plena fase de sueño profundo por  alguien que, imitando ese gesto, hubiera cogido una almohada ejerciendo presión sobre mi cabeza. Entonces seguramente mi cerebro ordenando a mi cuerpo una inmediata acción de defensa, también fuera asfixiado por la frustración de la inmovilidad de mis extremidades engañadas por la parálisis del sueño.  Terrible.

Afuera es una tarde normal pero he decidido alterar un poco la rutina. Para eso apago el celular y me olvido del mundo. El plan es pasar una tarde de placeres relegados por el peso de una tesis apenas comenzada. En el escritorio se apilan unos cuantos libros que he deseado leer desde hace mucho, pero decido -buscando una dosis extra de drama, supongo que para reemplazar las emociones propias o para cambiar la perspectiva de la cotidianeidad- explorar  el cajón de las películas.  Una me llama especialmente la atención,  entonces  me acomodo entre mi desorden y  a continuación, sin mucho esfuerzo, consigo  sumergirme en la trama buscando pistas, descubriendo signos, poniéndome en la piel de los personajes. Cuando termina logro quedarme con una sensación al final de la historia. Esta vez ha sido fuerte.

Tengo veintidós, soy de esas personas extremadamente sensibles y ciclotímicas, no creo que exista relación entre ambas condiciones, pero si me preguntan diría que prefiero a Sísifo en lugar de Hércules.  No voy a salvar al mundo, probablemente tampoco cambie ninguna vida, de hecho sueño constantemente habitar una cabaña en medio del bosque, lejos de las personas. Esa absurda idea se traduce ahora en el encierro voluntario dentro de una habitación alquilada para jóvenes estudiantes o para gente taciturna, aunque el segundo requisito no estaba mencionado en el anuncio del alquiler, encajo perfectamente con ambas descripciones.

 No diré que la gente me molesta, a veces parece resultar  más bien al revés, creo que  soy una criatura perturbadora. El otro día me sorprendí sosteniendo una mirada  muy fuerte a un amigo de mi hermana que acababan de presentarme y quien charlaba animadamente conmigo, era un tipo alegre y simpático a primera impresión, tal vez solo buscaba leer sus expresiones prestándole excesiva atención a sus movimientos y parece que lo asusté un poco. Las personas evitan enfrentarse a mis ojos y si lo hacen, generalmente tienden a bajar la mirada a los pocos segundos. No soy horrible. Si a los ochenta años mi mujer perdiera el movimiento de la mitad de su cuerpo, no haría lo mismo que el protagonista de esta tarde. Cuidaría de ella y trataría de hacerle menos insoportable la existencia. Me pregunto si dado el caso, ella estuviera dispuesta a hacer lo mismo  o de lo contrario, se vería en la disyuntiva de ayudarme a morir convirtiéndose en una asesina o se sacrificaría por mí hasta el último momento.  Ya no creeré en las personas. A veces solo basta una sensación tan intensa como la de ahora para darse cuenta que somos al mismo tiempo completamente vulnerables y crueles.


Otra vez está a punto de amanecer. Ese sabor de nostalgia sigue intacto y es agobiante.

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